El desafío de repasar los grandes discos del rock latino sin toparse con la firma de Mario Breuer es imposible de cumplir, de verdad, ni siquiera lo intenten. Y es que este ingeniero en sonido argentino ha dedicado cuarenta años de su vida a la grabación, mezcla, masterización y producción de centenares de álbumes que seguramente ustedes encontrarán en cualquier disquería, casa o playlist de spotify.
Desde Lucybell, Los Tres y La Ley, hasta Luis Alberto Spinetta, Andrés Calamaro y Charly García, todos ellos han confiado en la sabiduría de Mario al enfrentar una grabación y los resultados ya son parte de la historia de la música popular del continente. Con semejante expediente a cuestas ¿cómo Mario Breuer se iba a resistir a inmortalizar todos esos discos y anécdotas en un libro?
«Hace un año entregaba el manuscrito de mi libro ‘Rec&Roll’ a la editorial con algunas inseguridades pero con una gran certeza: tengo más ganas que nunca de hacer discos» declara Mario a propósito del nuevo camino que toma, esta vez más cercano a la escritura pero nunca abandonando las perillas del estudio de grabación.
Rec&Roll es una compilación de experiencias junto a grandes músicos del rock argentino, pero también es un testimonio sobre la industria discográfica y los cambios que ésta ha sufrido en las últimas décadas. Como es de esperarse, Breuer también se sumerge en lo técnico de su profesión y ofrece una mirada (o un oído) que pocas veces se da a conocer públicamente.
Lamentablemente, el libro aún no está a la venta en Chile pero sí está disponible en formato ebook en Amazon, Mercadolibre y Megustaleer.com. De todas maneras, y como ya es costumbre en Inmortal, compartimos con ustedes el primer capítulo de «Rec & Roll», a continuación.

Prólogo de Andrés Calamaro
Cumplí mis 17 años en el estudio de la calle Perú con Mario Breuer, Beto Satragni, Amílcar Gilabert y Jorge Da Silva.
Esa madrugada fuimos con Mario a comprar medialunas tibias. Tiempo después nos encontramos en una esquina de la avenida Santa Fe. Yo tenía pensado viajar a Los Ángeles con Bob Wilkison, un cantante bilingüe que había conocido en Beccar, en la casa del contrabajista Pablo Aslan. Y viajamos. Un día, mientras miraba instrumentos en un negocio de música, conocí a un guitarrista que vendía porro en Venice; entonces estacionó una limusina afuera y entró alguien de parte de Stevie Wonder para comprar una pandereta. No sé si no tocamos en un hotel Holiday Inn con Bob o con el guitarrista del porro. Mario estaba estudiando ingeniería de sonido en la Universidad de Los Ángeles y trabajaba instalando pasacasettes en West Hollywood. Ya no recuerdo si me había dejado una dirección o un teléfono, pero aparecí por donde vivía. Y allí fue donde compartimos sueños que se sueñan en voz alta y despiertos, que compaginábamos con mis habituales compras de discos —eso que ahora se llama vinilo— y las clases de Mario… Luego grabamos juntos mis primeros demos con Gringui Herrera y Julián Petrina, el primer demo, los discos de Los Abuelos de la Nada en el estudio Del Jardín y mis primeros cuatro solista. Es decir, todo; hasta que me vine a Madrid para reformularme como Los Rodríguez.
Mario es un hermano para mí. Mi madre lo quiere y siempre pregunta por él. Todo lo que hicimos juntos lo pensamos (atrevidos) alguna vez y —ahora creo— era nuestra única posibilidad (en el mundo), pero una que no se nos iba a ir de las manos. Redoblamos esfuerzos para producir buenos grupos en la segunda mitad de los 80: la sociedad funcionó perfectamente. Aún hoy los discos de Enanitos Verdes y Don Cornelio y la Zona suenan estupendamente, perfectamente actuales y poderosos, con muchos detalles y ese gran sonido que Mario ofrece porque ama la música y graba con corazón y cabeza. Se puede decir, sin exagerar, que Mario define el sonido “bueno” de los 80, el que sí suena bien. Dicho esto con mucho afecto por Amílcar y Da Silva, los maestros. Yo me fui (o me vine) a Madrid en septiembre del ’90, Mario terminó su peregrinación en los estudios de la calle Segurola y se instaló en su casa natal, estudio que después trasladó una, dos y hasta tres veces. Sin dejar de grabar, de enseñar y de sonar muy bien.
Aun a pesar de aquella juventud, que nos encontró experimentando con ácido lisérgico y probando los porros hawaianos y los primeros indoor, sentimos que no pasó el tiempo. La diferencia es que las nieves del tiempo platearon las barbas de Mario, que está más flaco, que ya no maneja aquel Chevrolet Corvair que compró de segunda mano por 300 dólares. Volvimos a grabar cuando estaba instalado en mi estudio-hogar, hicimos sonidos de conciertos en vivo importantes y conservamos una amistad que no se dobla ni se rompe.
Qué privilegio presentar a mi gran amigo y actual maestro de las grabaciones de discos.
ANDRÉS CALAMARO

Capítulo 1
Breuer por Mario
Él tenía 18 o 19 años y yo tendría unos 23. Año 1980. Estábamos en Los Ángeles, nos tomamos un ácido y fue una noche de promesas y juramentos en el baño. Dimos unas vueltas por el centro y volvimos a mi departamento. Andrés Calamaro estaba acostado en la bañera y yo sentado en la mesada. Nos pasamos la noche despiertos, haciendo planes para el futuro: que Andrés iba a grabar un disco solista, que íbamos a trabajar juntos con Charly García, que nos íbamos a ir de gira, que íbamos a invitar a Spinetta y a Lebón y a Gieco a nuestras producciones, que yo iba a grabar con Fulano, Mengano, Zutano, Perengano… Todos. No teníamos el teléfono de ninguno. No conocíamos a esa gente. No éramos nadie. Era el viaje de ácido de dos chabones en Los Ángeles.
—Bueno, pongámosle plazo a todo eso.
—¿Diez años, te parece bien?
Unas horas después salimos al balconcito de mi departamento y, en un momento, vi un destello en el cielo. Le dije a Andrés: “¿Vos viste eso?”. “Yo vi como un rayo de luz”, me respondió.
El día que llegó Spinetta a Panda a grabar “Vi la raya” para el disco Vida cruel, Andrés me miró y me dijo: “Completada la lista”.
Hicimos todo antes del ’84. No habían pasado ni cuatro años desde aquella promesa.
Mi nombre es Mario Roberto Breuer y soy ingeniero de sonido. Nací el 21 de mayo de 1956 en la ciudad de Buenos Aires y desde ahí —y por un rato largo—, no me acuerdo de nada más. Soy hijo de padres húngaros que llegaron a la Argentina en 1937, con la excusa de traer unos trenes que había comprado la empresa ferroviaria argentina.
Dos años después de que mis viejos se instalaran en Buenos Aires nació mi hermano Tomás y, al tiempo, se mudaron a La Lucila. Tras cuatro años nació mi hermano Andrés y once años más tarde aparecí yo: hijo de la vejez de mis viejos, con lo cual había mucha menos presencia de mis padres de la que suele haber para cualquier chico. Tuve una infancia simpática.
Fue a los cinco o seis años que empezaron a surgir mis relaciones con la música. Teníamos un equipo bastante bueno en el que sonaban Beethoven, Vivaldi, Bach, Mozart… en fin, los clásicos. “¿Vos te das cuenta de que entran los violines?”, me preguntaba mi papá, que le gustaba sentarse en el living a escuchar sus discos. Yo no advertía la entrada de los violines, pero sí escuchaba una música maravillosa, armoniosa y que componía una obra en sí misma. Mi viejo insistía en que me diera cuenta de las partes de la música y a mí lo que me entraba era el todo. El todo, con los años, fue un sello en mi modus operandi.
Mi mamá, por su parte, también tenía su manera de acercarme a la música, y fue a través de una mujer llamada Dudush, que era la esposa del jefe de mi papá cuando vino de Hungría a la Argentina. Ella también venía de Europa y era una pedagoga muy moderna, debe de haber sido de las primeras personas que hablaban de la educación de Albert Schweitzer. Dudush le había propuesto a mi mamá juntar algunos chicos más o menos de mi edad para aprender música; así que venían mi prima Betty y los hermanitos Matías y Félix Alemann, entre otros. Nos juntaban una vez por semana en unas reuniones que, según recuerdo, eran horrorosamente caóticas. Matías, por ejemplo, venía sólo para martirizarme. Había una intención por parte de mi familia de acercarme a la música que, según Dudush, tenía mucho que ofrecerle a un individuo que quiere aprender. Después se comprobó que saber leer música genera un punto de vista y una perspectiva sobre las cosas con, tal vez, un poco de ventaja sobre los que no lo hacen.
Yo era un estudiante medio vago, pero me fui encontrando con la música. Esto era en los 60; ¿y quiénes aparecieron en los 60? Los Beatles. El fenómeno fue tan fuerte que no había modo de escaparse: no era una posibilidad, no era una opción. Aun en la Argentina, con tres o cuatro canales en blanco y negro, los pasaban a cada rato en la tele.
En la casa de mi abuela materna había un piano. Me entretenía haciendo ritmo con las teclas graves, más que con acordes y melodías. No sé cómo me dio la cabeza para concluir que tal vez lo que tenía que estudiar era ritmo y percusión, y no pianos y pentagramas. En uno de esos almuerzos de domingo, le dije a mi mamá: “Voy a estudiar batería”. Me miró y me dijo: “OK, conseguite un profesor”. Lo saqué del negocio de música de La Lucila, a tres cuadras de casa. Para ese entonces, yo tendría unos 9 o 10 años.
Ya adolescente, interesado en salir y conocer chicas, organizábamos fiestas con amigos y el rol del disc jockey no estaba muy claro. Yo tenía un grabador de cinta abierta que se le había ocurrido comprar a mi viejo, así que con Manuel y César Guzzetti armamos un equipo entre un tocadiscos y este grabador, con la música armada y secuenciada: poníamos play a la cinta y nos íbamos a bailar. Para ponerle magia a las fiestas, habíamos hecho también un set de luces con unas latas usadas de aceite para auto de un litro. No existía el wiki wiki, el DJ, nada, pero elegíamos los temas y hacíamos mezclas. Es decir que, entre los 12 y los 15 años, fui formalizando dos actividades musicales: ser DJ y tocar batería. Con pequeños empujones de mis viejos, arranqué enseguida, algo que con otras cosas no ocurría: no conseguía constancia con las dietas, ni con el deporte, ni con el orden de mi habitación. La única actividad que fue medianamente formal en mi vida fue jugar al bowling. Era mi actividad física cuando me rateaba del colegio, dos o tres veces por semana. No se me daba bien lo del estudio, ¿me iba a ir a perder tiempo al colegio cuando podía estar haciendo deporte? Pero no es que me pasaba toda la tarde en el bowling, antes de ir jugábamos un poquito de póker en lo de los hermanos Guzzetti y grabábamos las cintas para las fiestas del viernes, sábado y domingo.
En algún momento aprendí un mínimo básico de electricidad y lo pude unir con un juguete que adoraba: el Meccano. Con esos dos elementos hice mi primer par de auriculares. Torcí las varillas de metal y después, con otro Meccano de madera, usé las ruedas y les pegué unos parlantes chiquititos. Del otro lado, con una media vieja, le hice la telita. Lo que no funcionaba muy bien era el efecto “agarre”: me quedaba medio flojo y se me caía todo el tiempo, así que le agregué un sistema de ajuste con una goma alrededor del cuello. Eso iba a dos cables de velador (auriculares mono, por supuesto), que terminaban en pinzas cocodrilo que conectaba a los cables de parlante de cualquier aparato, porque sabía que de ahí iba a sacar lo suficiente para amplificar.
En esa época íbamos a ver a Pappo, a Spinetta, a Manal. También estaba Carlos Bisso y su Conexión Nº 5, La Barra de Chocolate, la Cofradía de la Flor Solar, Vox Dei. Tocaban en carnavales, fiestas, el día de la primavera, en San Martín y Beiró, el Club Comunicaciones. Los Gatos en vivo eran tremendos. También pintaron shows internacionales: hubo festivales de jazz, venía Milton Nascimento, Egberto Gismonti, Hermeto Pascoal y en el ’81 vino Queen. En materia de rock, hasta que Daniel Grinbank no dijo “Que sea rock”, no pasaba mucho.
Una noche de 1972 mis viejos me llevaron a ver a Friedrich Gulda en el teatro Coliseo. Me dijeron: “Te vamos a llevar a ver a un pianista muy bueno, que es clásico, pero también es jazz. Aparte viene con un grupo telonero que son más modernos y capaz que te gusta”. Cuando empezó a tocar el grupo que abría me pasó una cosa increíble. Me puse de pie y me fui caminando hasta el proscenio y me quedé ahí, totalmente embobado y alucinado con lo que estaba escuchando: un percusionista que hacía ruidos raros, un baterista que tocaba como yo no había visto a nadie en la vida, un saxofonista negro que era increíble y un tecladista que hacía unos sonidos impresionantes. Eran los Weather Report.
El gran evento de mi adolescencia en los setenta fue la venida de Santana; lo había “descubierto” muy jovencito por un amigo cuyo papá le había traído unos discos de Estados Unidos. Santana vino también en el ’72 y las cosas de la vida hicieron que, en ese show, yo fuera a parar al mejor lugar posible: al lado de la consola. Me había llevado mi grabadorcito a cassette y le dije al sonidista: “Disculpame, ¿no tenés para que yo enchufe y pueda grabar…?”.
Cuando salí del secundario empecé a estudiar psicología pero abandoné la carrera; entonces, mis viejos me mandaron a laburar. En medio de esta búsqueda de laburo, un día me encontré con el Negro Alex, un amigo del barrio. Su abuelo Kurt era socio de un pequeño sello discográfico y estaban buscando a alguien. “¿A vos te interesa?”, me preguntó. “Por supuesto”, le dije. “Ahora cuando llegue a casa te llamo y te paso el teléfono de esta gente.” Llamé al día siguiente, me atendió el señor Nelson Montes y me concedió una entrevista. Me explicó de qué se trataba el trabajo para el sello discográfico Fonema (Qualiton era su sello principal y editaban, entre otras cosas, al conjunto Pro Música de Rosario, su caballito de batalla). Una semana después, el señor Nelson me llamó y en diciembre entré como cadete. Era una empresa muy chica, donde nos fuimos cayendo simpáticos todos y, en algún momento, me empezaron a dar un poco más para hacer: alguna vez me tocó hacer una cobranza, levantar algún pedido, alguna vez faltó un vendedor y me mandaron a mí. Uno de los dueños era Iván Cosentino, y un día me mandó a arreglar la pieza del fondo. Abrí la puerta y me encontré con el estudio más horroroso que vi en mi vida, pero que para mí fue la cosa más increíble y alucinante. Todo sucio, con una lámpara roñosa colgando de dos cables y una mesa torcida donde estaban los grabadores, pero yo caí en una especie de Nirvana total. Haber abierto esa puerta y prendido esa luz fue una de las dos marcas importantes en mi vida (La otra fue cuando salió “Let It Be” y vi a Los Beatles con sus pies apoyados en una mesa maravillosa con perillas y botones). A partir de ese momento empecé a acompañar a Iván a las sesiones, en las que a veces estaba Amílcar Gilabert. En un viaje en tren a Santa Fe, a donde fuimos a grabar al Coro Polifónico en el Museo de Bellas Artes, fue él quien me enseñó qué son los hertz, los kilohertz y los decibeles; cómo los graves y agudos pueden dividirse en graves, medios y agudos hasta 31 veces y qué es la presión sonora (conocimientos básicos de sonido, que hasta ese entonces no tenía, y por eso considero a Amílcar como mi padrino profesional). En Fonema es donde realmente empecé mi carrera con el negocio de la música.
Mientras estudiaba percusión en el Conservatorio “Juan José Castro”, trabajaba en el sello y, si hacemos curvas de crecimiento para mi lóbulo baterista y para mi lóbulo discográfico, la del baterista subía despacio, pero el lóbulo discográfico tenía una curva de crecimiento logarítmica e iba pegando fuerte. En algún momento, Mariana Marsicano entró a trabajar a Fonema; por su pasado en EMI tenía vínculos con Roberto Ruiz, director artístico, y en algún momento le habló de mí. Cuando lo conocí a Roberto, me abrazó como si fuera mi papá. Ese fue un quiebre en mi carrera, porque después de un par de entrevistas y una serie de pruebas me llevó a trabajar a la EMI en el Departamento Artístico Internacional, en un puesto que se llamaba Label Manager. EMI en ese momento representaba a treinta o cuarenta sellos discográficos y yo era una de las tres personas que elegía qué discos editar de todos los que llegaban. Tendría unos 20 años y era diciembre de 1976.
Sin embargo, cuando Fonema me hizo una oferta imposible de rechazar, volví para dirigir mi propio sello: Auris. Acababan de inaugurar el primer estudio de grabación de 24 canales, el ingeniero era Jorge “el Portugués” Da Silva y había una convocatoria de músicos importantes en el lugar. Iba mucha gente, había mucho trabajo y se grababa bastante. Da Silva ya era un tipo muy apreciado. Él es autodidacta, siente la música y así se conecta.
En esa época se grababa mucha música orquestal en Music Hall, que fue el primer estudio de ocho canales de Latinoamerica. En Argentina los precios eran bajos y los músicos muy buenos. El Portugués iba bastante a Music Hall, porque tocaba el saxo alto y era sesionista en algunas de estas orquestas, y se quedaba en el control mirando, le gustaba ver lo que hacían los técnicos de grabación. Un día alguno faltó y le dijeron: “Che, Portugués, vos que estás siempre ahí, dale”. Se sentó y no se movió más de la consola. Así que se volvió técnico por accidente y dejó de tocar el saxo unos años después.
Por aquel tiempo había muy pocos sellos. Estaban los grandes: EMI, CBS, RCA, Microphon y Music Hall (que era argentino), Philips/Polygram (que ahora es Universal). También sellos chicos como Trova y Talent, que era más de rock. El sello Mandioca estaba dentro de Music Hall. Grabar un disco no era simple y tampoco barato; si no conseguías un contrato en un sello discográfico, no grababas, excepto que consiguieras alguien que te pusiera la guita. Cuando en Auris me dijeron “Tenés un sello, producí lo que tengas ganas”, me pareció buena idea producir un disco de Rodolfo Mederos. Todo hoy salió en 1978 y en la portada aparecía él con el bandoneón sobre un fondo de colores. Ese mismo año editamos el primer disco del grupo Raíces, B.O.V. Dombe (que se presentó en Obras para telonear a Serú Girán y fue un éxito). Así conocí a Andrés Calamaro, que en ese momento tendría unos 16 años y era el tecladista del grupo. En Auris, además, hicimos un disco con dos músicos de jazz, Alberto Cevasco y Norberto Machline, que no sé si se editó.